¿Lo hueles, verdad?

Ese aroma a tierra mojada y pétalos recién cortados… Ya sabes qué época es.

No hace falta calendario. Basta con abrir la ventana y escuchar cómo San Ángel se va llenando de vida y de flores, como cada año, desde hace más de un siglo.

Sí, tú que caminas por estas calles empedradas, te voy a contar un secreto que no todos conocen…
Esta feria, la Feria de las Flores, no nació porque sí. Fue un decreto presidencial, imagínate tú. El mismísimo Ignacio Comonfort, en mil ochocientos cincuenta y siete, decidió que este rincón merecía una celebración propia. Una fiesta que uniera la fe, la tierra y la belleza.


Desde entonces, cada julio, las casas —esas casonas antiguas de teja y buganvilias— abren sus puertas para mostrar sus altares. No son cualquier cosa, ¿eh? Son verdaderas ofrendas vivas para la Virgen del Carmen… La del Monte Carmelo. Ella es la patrona.

Tú la ves en los altares, rodeada de flores… pero no de cualquiera. La reina, la flor que todos esperan, es la Dalia.
¿Sabías que es originaria de Tenochtitlan? Tan nuestra, tan antigua como los códices y los volcanes.


La declararon flor nacional en mil novecientos sesenta y tres, con López Mateos. Yo era una niña cuando lo dijeron en la radio. Y desde entonces, la feria se volvió aún más nuestra.

Aquí todo florece: la música, la comida, la memoria.
¿Ves a los niños con coronas de flores? ¿Sientes cómo suenan los jarabes al atardecer? Esa es la identidad brotando, creciendo como enredadera en las bardas del tiempo.

Tú, que ahora formas parte de esta historia aunque no lo sepas, camina despacio, escucha a los viejos, huele cada flor. Porque esta feria no solo se ve, se vive.

San Ángel, mi San Ángel, no sería el mismo sin ella.

Y tú… ya no eres el mismo después de caminar entre sus pétalos.

La feria de las flores

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